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Dicen que todo gran héroe necesita una misión, y para los mortales de gimnasio esa misión suele empezar el lunes a las seis de la mañana, justo cuando medio mundo intenta obligar a su cuerpo a recordar qué son los abdominales. Mientras las elípticas chirrían como si contaran chistes internos, ahí está él: el habitual que perfila su cardio a la vez que chequea, cada dos flexiones, si su smart¬watch ha registrado “suficiente épica” para Instagram. Pero antes de la gloria hay un prólogo menos glamuroso: encontrar un lugar digno donde aparcar la mochila, los zapatos de calle y el célebre calcetín que, misteriosamente, siempre viaja en solitario.
El problema no es nuevo. Antiguos pergaminos (o quizá blogs de 2009) ya advertían del “síndrome del armario comunitario”: ese momento en que uno confía su tesoro, móvil, cartera, tupper de batido verde radiactivo, a una taquilla achaparrada que parece diseñada por los mismos ingenieros que inventaron el Tetris pero sin la parte divertida. Se clausura la puerta con un candado del año 92, se inspira hondo… y, al regresar, solo queda un microclima a base de toalla olvidada y olor a eucalipto sospechoso.
En los vestuarios de las oficinas la historia tampoco mejora. Allí, los casilleros dan la bienvenida con puertas que se descuelgan como coreografía improvisada de heavy metal. Sandra, la que teletrabaja desde Recursos Humanos día sí, día también, lleva semanas narrando en Slack sus catas de tuppers ajenos (“Hoy me ha tocado quinoa con misterio”). Y mientras tanto, Miguel busca dónde recargar la batería del portátil sin tener que abrazarlo bajo la mesa del comedor como un gato temeroso.
Pero, y aquí entra el giro argumental que haría llorar de emoción a Spielberg, queda quien sí evoluciona el género. Resulta que alguien se pasó la partida del diseño de vestuarios y lo celebró creando taquillas para vestuarios robustas, antihumedad y más duraderas que la contraseña de tu ex en Netflix. TAFIM Vestuarios, sí, esa gente que comprende que un bolso de piel no merece el mismo destino que un calcetín de emergencia, ha convertido el “aparca-trastos” en un santuario con aire de mobiliario nórdico pero huesos de titanio. Puertas fenólicas que no temen al vapor, bisagras que no imitan los gritos de los pterodáctilos y configuraciones a medida para que cada empresa, gimnasio o spa monte su propio Tetris… y gane.
Quienes han probado el upgrade hablan de vestuarios convertidos en zona “wow”: luz más limpia, olor a madera bien curada y la súbita desaparición del fenómeno “¡me han cambiado el candado!”. El encargado de mantenimiento parece sacado de un anuncio de refrescos, sonríe más —menos averías— y los usuarios pasan de la desconfianza al postureo (“¡Selfie con mi locker premium!”). Dicen las malas lenguas que incluso el calcetín huérfano ha encontrado pareja estable.
Moraleja para la humanidad con sudores varios: cuida dónde dejas tu historia personal —llaves, sueños, la mascarilla de repuesto que sigue rondando— porque no todo caberá dentro del shaker de proteínas. Y si un martes cualquiera asistes a la aparición milagrosa de un banco integrado que no se convierte en tobogán cuando llevas chanclas, dedica un guiño cómplice: alguien se tomó en serio eso de que la épica empieza antes del primer burpee.
Compartid esta odisea con ese amigo que vive en el gimnasio, con la compañera que guarda su bolso en el cajón de los corchos, o con tu prima la nadadora que colecciona candados como si fueran pulseras de festival. Porque si algo merece viralizarse es la idea de que, por fin, un vestuario puede ser un lugar digno de la historia (olvidadizo) de nuestros calcetines.
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